Lydia Cacho
El Universal
No sorprende la opinión del ministro Sergio Aguirre Anguiano, quien asegura que la Suprema Corte de Justicia de la Nación no tiene por qué investigar la negligencia criminal que llevó a la muerte de 49 niñas y niños. La corriente ultraconservadora del tribunal supremo al que pertenecen Aguirre, Mariano Azuela y el presidente de la Corte ha manifestado una sistemática repulsa a los casos más simbólicos de violación a los derechos humanos.
Hace dos años, en el caso de pederastia y pornografía infantil, el mismo ministro dijo que a la Corte no le concernía que miles de criaturas fueran explotadas sexualmente. Es claro que la vida y la muerte de la infancia mexicana no tiene cabida en la conciencia de algunos jueces. No debe sorprendernos, pero sí indignarnos. Cuestionar el trabajo de estos jueces e incluso su pertenencia a la Corte es un derecho de la sociedad, un derecho al que jamás debemos abdicar.
La primera noche, mientras una pequeña ya ciega por el fuego yacía en coma, el gobernador Eduardo Bours dormía plácidamente en casa; argumentó luego que “el accidente” era un problema federal. Mientras tres pequeñitos lloraban de dolor antes de fenecer frente a la desesperación de sus madres y padres, los dueños de la guardería hablaban con sus abogados; la Procuraduría General de la República les dio un mes para huir y ampararse de una orden de arresto. Al tiempo que 22 bebés agonizaban, empleados estatales sacaban reportes falseados de revisión de la guardería.
Se solicitó a la Corte aplicar la facultad del artículo 97 constitucional como medio de control para preservar el estado de derecho, en juego por la ineptitud y corrupción de las autoridades implicadas.
Todo México deberá poner la mirada en la Suprema Corte; de lograr seis votos a favor se daría el mensaje al Estado: administrar los programas públicos implica responsabilizarse de sus consecuencias; las niñas y los niños mexicanos son sujetos de derecho, jamás objetos para ser embodegados.
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