sábado, 4 de julio de 2009

Crónica de una adopción simbólica

Iván Rincón
Ofelia Medina me colgó del cuello... ¡Perdón! Va de nuez. Ofelia Medina hizo colgar de mi cuello, sobre mi pecho, un pequeño cartel con la foto de un niño. Debajo de la foto está el nombre del niño: Iván Israel Foz. Junto al retrato hay un globo que dice: "Tengo 2 años". A los lados hay tres estrellas de colores; hasta abajo, unos globos sin letras, también de colores, y un árbol de mandarinas. Tanto la ilustración como las letras son infantiles, al menos en apariencia. El niño sonríe dulcemente con rasgos orientales, al menos en apariencia.

En un gesto que probablemente pareció majadería me lo quité de encima. "Déjame verlo antes", dije. "Es uno de los niños quemados", comentó Ofelia. "Ya lo sé", contesté de modo que probablemente pareció también majadería. Unas son apariencias y otros son pareceres.

Con ese cartel en el pecho caminé desde el IMSS hasta la representación del gobierno de Sonora en el Distrito Federal, donde los oradores se sucedieron con altavoces quizá sin enterarse de que no podía escucharlos más que la gente momentáneamente cercana. Me acuerpé tanto como fue posible, y una pareja mayor me preguntó si yo era el padre del niño cuyo retrato llevaba en el pecho. "Afortunadamente no", respondí sin pensarlo y entonces me invadió una profunda vergüenza.

Una niña de aproximadamente seis años comentó: "Ese niño duró muy poco, nomás tres años". Estaba viendo un cartel similar al mío que alguien había dejado en el altar de la protesta pública a las puertas de la casa del gobierno sonorense. En una extraña suerte de contagio infantil, hice girar hacia mis ojos el retrato de Iván Israel. "Tengo 2 años", me dijo, y un escalofrío recorrió mi cuerpo de los pies a la cabeza.

Cuando la multitudinaria manifestación estaba por terminar, busqué a Ofelia Medina para devolverle el cartel. Me lo quité de encima, preguntándole: "¿Te lo devuelvo?"

-¿Sí? -respondió ella, preguntando a su vez.

-Bueno -se contestó ella misma, haciéndolo pender sobre su pecho-, porque el mío se lo llevó otra persona -y entonces reaccionó en una especie de repetición invertida-. ¡No, mejor quédate con él, porque tú fuiste donador y tienes más derecho que yo!

Cerca de rebatir su evaluación, al sentir el cartel en las manos de nuevo, solo atiné a decir: "Gracias".

-Gracias a ti -contestó.

Un fotógrafo de Bucareli News había tenido serios problemas para tomarme una foto de frente, por lo que recurrió a la petición. "Yo no soy el padre", le dije. "¿Puedo tomarte una foto de todos modos?", insistió. "No, mano; mejor no". En seguida saludé a una conocida que me preguntó: "¿Es tu hijo?"

-No, es un santito que Ofelia Medina me colgó.

En el camino de regreso a donde ahora escribo estas tonterías traje el cartel en el pecho porque era la única forma de evitar su maltrato. Lo cuidé sin reparar en mi cuidado, su cuidado, como si fuera más bien una actitud aséptica del instinto. Después caí en la cuenta de que se trata de algo sagrado. Ahora lo veo y pienso que, debajo del globo con las palabras: "Tengo 2 años", podría decir: "y fui calcinado vivo junto con muchos otros niños por negligencia criminal de la mafia que usurpa el poder en este país". Pero no dice eso porque a los dos años de edad nadie dice eso. A tan tiernas alturas de la vida, la mente está limpia de semejante coraje, semejante indignación.

Nunca se me ocurrió buscar a sus padres para decirles algo. Hasta ahora lo pienso. Quizá nunca se enteren de que adopté a su hijo, que reclamaré justicia tanto como ellos y no descansaré hasta saber encarcelados a los asesinos de 48 niños. Hasta ayer eran 48, pero hoy leí una manta que decía 49. ¿Ha muerto uno más? La suma de muertes es más bien una resta; el resultado de la operación es siempre un número negativo. Escribí esta reflexión matemático-necrófila el sábado pasado que la columna Desfiladero de Jaime Avilés hablaba de 47 "bebitos" muertos y yo actualizaba la cifra con un mensaje que no fue publicado, quizá porque lo envié demasiado tarde o porque alguien ejerció censura. Y ayer en la noche, cuando leí el pronunciamiento al respecto, que dice textualmente "pequeñas víctimas", me asaltó otra reflexión por el estilo: "El tamaño de las víctimas es inversamente proporcional al de la tragedia; cuanto más pequeñas son ellas, más grande es ésta".

He buscado el nombre de Iván Israel en la lista de niños asesinados por la ignominia que hace negocios privados con los cargos públicos, esa que privatiza las ganancias y socializa las pérdidas, que monopoliza el poder y democratiza el sufrimiento, que trafica influencias, influenzas y muerte... Afortunadamente, no encuentro su nombre aquí, pero veo que 25 de los 48 niños (más de la mitad) tenían menos de tres años, y en otros dos casos no se precisa la edad. Ojalá que no muera ni uno más.
Ojalá terminaran quemados los genocidas y los responsables de las desapariciones forzadas, los que atentan contra la humanidad, aunque fuera en sentido figurado, metafóricamente hablando. Ojalá que ardan en el infierno o los consuman las llamas en la cárcel, a donde no ha parado nunca ni uno de los autores de los crímenes de estado que abundan en la historia de este país a la venta, más bien a remate por rematadores y requete asesinos, feminicidas, infanticidas, ecocidas...

Curiosamente, el retrato de Iván Israel que traje conmigo en el pecho llamó tanto la atención de adultos como de niños muy pequeños, incluida una bebé, en el camión y el metro. ¿Quién lo hubiera dicho? Ahora soy un segundo padre, uno simbólico, a mucha honra, que se lo está tomando muy en serio y piensa llevar hasta sus últimas consecuencias este hecho. ¡Qué caray!

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